Libro XXVI (Tito Livio)

[26,49] Después de esto, ordenó que se convocasen a su presencia los rehenes de las distintas ciudades hispanas. Me resulta difícil dar su número, pues en unas partes veo que se mencionan trescientos y en otras tres mil setecientos veinticuatro. Hay similares discrepancias entre los autores también en otros puntos. Un autor afirma que la guarnición cartaginesa ascendía a diez mil hombres, otro los cifra en siete mil y un tercero los estima en no más de dos mil. En un lugar se hallará que fueron diez mil los prisioneros, en otro se dice que el número excedió los veinticinco mil. De seguir al autor griego Sileno, debería cifrar los escorpiones grandes y pequeños en sesenta; según Valerio Antíate había seis mil de los grandes y trece mil de los pequeños; tan alocadamente exageran los hombres. Es incluso asunto de disputa quién estaba al mando. La mayoría de los autores están de acuerdo en que Lelio mandaba la flota, pero hay algunos que dicen que era Marco Junio Silano. Antíates nos dice que Arines era el comandante cartaginés cuando la guarnición se rindió, otros autores dicen que era Magón. Tampoco están de acuerdo los autores en cuanto al número de barcos que fueron capturados, o el peso del oro y la plata, o la cantidad de dinero que se ingresó en el tesoro. Si hemos de escoger, los números en medio de estos dos extremos sean los que estén, probablemente, más cerca de la verdad. Cuando aparecieron los rehenes, Escipión empezó por inspirarles confianza y disipar sus temores. Habían, les dijo, pasado bajo el poder de Roma, y los romanos preferían mantener atados a los hombres más por los lazos de la amabilidad que por los del miedo. Preferían más que los países extranjeros se les unieran bajo términos de alianza y de mutua buena fe, a mantenerlos bajo dura servidumbre y sin esperanza. A continuación, recogió los nombres de las ciudades de procedencia y cuántos pertenecían a cada una. Se mandaron embajadores a sus hogares, pidiendo a sus amigos que vinieran a hacerse cargo de aquellos que eran de los suyos; de donde resultaron estar presentes embajadores, les hizo entrega en el acto de sus paisanos; el cuidado del resto fue confiado a Cayo Flaminio, el cuestor, con órdenes de prestarles protección y tratarlos bondadosamente. Mientras estaba en estos menesteres, una dama de alta cuna, la esposa de Mandonio, el hermano de Indíbil, régulo de los ilergetes, se adelantó entre la multitud de rehenes y, echándose a llorar a los pies del comandante, le imploró para que acentuara fuertemente en sus guardas el deber de tratar a las mujeres con ternura y consideración. Escipión le aseguró que nada le faltaría a este respecto. Luego, ella continuó: "No damos mucha importancia a estas cosas, pues, ¿qué hay en ello que no sea lo bastante bueno, en las presentes circunstancias? Soy demasiado vieja para temer el daño al que está expuesto nuestro sexo, pero es para las demás jóvenes por las que siento inquietud". Alrededor de ella estaban las hijas de Indíbil y otras doncellas de igual rango, en la flor de su belleza juvenil, que la miraban como a una madre. Escipión le respondió: "Por el bien de la disciplina que yo, junto al resto de los romanos, mantengo, procuraré que nada de lo que en cualquier parte es sagrado se viole entre nosotros; tu virtud y nobleza de espíritu, que ni en la desgracia has olvidado tu decoro de matrona, me hará ser aún más cuidadoso en este asunto". A continuación, las puso bajo el cuidado de un hombre de probada integridad, con órdenes estrictas de proteger su inocencia y modestia con tanto cuidado como si fueran las esposas y madres de sus propios huéspedes.
[26,50] Poco después, los soldados llevaron ante él a una doncella adulta que había sido capturada, una muchacha de tan excepcional belleza que atraía todas las miradas por donde quiera que iba. Al preguntarle sobre su país y familia, Escipión se enteró, entre otras cosas, de que había sido prometida a un joven noble celtíbero de nombre Alucio. De inmediato, envió a buscar a sus padres así como a su prometido, quien, según supo, estaba languideciendo hasta morir de amor por ella. Al llegar este último, Escipión se dirigió a él con términos estudiadamente paternales. "Hablando de joven a joven", le dijo, "puedo dejar de lado cualquier reserva. Cuando tu prometida fue capturada por mis soldados y me la trajeron, se me informó de que ella te era muy querida, lo que su belleza me hizo creer completamente. Si me fuesen permitidos los placeres propios de mi edad, especialmente los del amor casto y legar, en vez de estar preocupándome con asuntos de estado, habría querido que se me perdonara por amar demasiado ardientemente. Tengo ahora el poder de ser indulgente con otro amor: el tuyo. Tu prometida ha recibido el mismo trato respetuoso desde que está en mi poder que el que hubiera tenido de estar entre sus propios padres. Se te ha reservado, para que se te pudiera entregar como un regalo virgen y digno de nosotros dos. A cambio de este don, solo espero una recompensa: que seas amigo de Roma. Si me consideras un hombre tan recto y honorable como los pueblos de aquí creyeron hasta ahora que eran mi padre y mi tío, podrás asegurar que hay muchos en la ciudadanía romana como nosotros, y estar completamente seguro de, a día de hoy, en ningún lugar del mundo se encontrará nadie a quien desees menos tener por enemigo que a nosotros o a quien anheles más tener como amigo".
El joven estaba abrumado por la timidez y la alegría. Tomó la mano de Escipión, y pidió a todos los dioses que le recompensaran, pues a él le resultaba imposible devolver en consonancia con sus sentimientos o con la bondad que Escipión le había mostrado. Luego se llamó a los padres y familiares de la muchacha. Habían traído una gran cantidad de oro para su rescate, y cuando les fue entregada libremente pidieron a Escipión que lo aceptara como regalo suyo; haciéndolo así, declararon, manifestarían su mucha gratitud por la devolución, ilesa, de la joven. Al pedírselo con gran insistencia, Escipión manifestó que lo aceptaría, y ordenó que lo pusieran a sus pies. Llamando a Alucio le dijo: "Además de la dote que vas a recibir de tu futuro suegro, recibirás ahora esto de mí como regalo de bodas". Le dijo entonces que tomara el oro y lo guardase. Encantado con el presente y el digno trato que había recibido, el joven regresó a su hogar y llenó los oídos de sus compatriotas con las alabanzas, justamente ganadas, de Escipión. Entre ellos había llegado un joven, decía, en todo similar a los dioses, abriéndose camino mediante su generosidad y bondad de corazón tanto como por el fuerza de sus armas.
[26,50] Poco después, los soldados llevaron ante él a una doncella adulta que había sido capturada, una muchacha de tan excepcional belleza que atraía todas las miradas por donde quiera que iba. Al preguntarle sobre su país y familia, Escipión se enteró, entre otras cosas, de que había sido prometida a un joven noble celtíbero de nombre Alucio. De inmediato, envió a buscar a sus padres así como a su prometido, quien, según supo, estaba languideciendo hasta morir de amor por ella. Al llegar este último, Escipión se dirigió a él con términos estudiadamente paternales. "Hablando de joven a joven", le dijo, "puedo dejar de lado cualquier reserva. Cuando tu prometida fue capturada por mis soldados y me la trajeron, se me informó de que ella te era muy querida, lo que su belleza me hizo creer completamente. Si me fuesen permitidos los placeres propios de mi edad, especialmente los del amor casto y legar, en vez de estar preocupándome con asuntos de estado, habría querido que se me perdonara por amar demasiado ardientemente. Tengo ahora el poder de ser indulgente con otro amor: el tuyo. Tu prometida ha recibido el mismo trato respetuoso desde que está en mi poder que el que hubiera tenido de estar entre sus propios padres. Se te ha reservado, para que se te pudiera entregar como un regalo virgen y digno de nosotros dos. A cambio de este don, solo espero una recompensa: que seas amigo de Roma. Si me consideras un hombre tan recto y honorable como los pueblos de aquí creyeron hasta ahora que eran mi padre y mi tío, podrás asegurar que hay muchos en la ciudadanía romana como nosotros, y estar completamente seguro de, a día de hoy, en ningún lugar del mundo se encontrará nadie a quien desees menos tener por enemigo que a nosotros o a quien anheles más tener como amigo".
El joven estaba abrumado por la timidez y la alegría. Tomó la mano de Escipión, y pidió a todos los dioses que le recompensaran, pues a él le resultaba imposible devolver en consonancia con sus sentimientos o con la bondad que Escipión le había mostrado. Luego se llamó a los padres y familiares de la muchacha. Habían traído una gran cantidad de oro para su rescate, y cuando les fue entregada libremente pidieron a Escipión que lo aceptara como regalo suyo; haciéndolo así, declararon, manifestarían su mucha gratitud por la devolución, ilesa, de la joven. Al pedírselo con gran insistencia, Escipión manifestó que lo aceptaría, y ordenó que lo pusieran a sus pies. Llamando a Alucio le dijo: "Además de la dote que vas a recibir de tu futuro suegro, recibirás ahora esto de mí como regalo de bodas". Le dijo entonces que tomara el oro y lo guardase. Encantado con el presente y el digno trato que había recibido, el joven regresó a su hogar y llenó los oídos de sus compatriotas con las alabanzas, justamente ganadas, de Escipión. Entre ellos había llegado un joven, decía, en todo similar a los dioses, abriéndose camino mediante su generosidad y bondad de corazón tanto como por el fuerza de sus armas.